Les pido perdón anticipadamente por mi insistencia en tratar este tema, pero es que pocos medicamentos llevan peor fama y son más injustamente tratados por los medios de comunicación y redes sociales que los llamados técnicamente ansiolíticos benzodiacepínicos.
Aunque pretendemos desestigmatizar este tema con artículos y videos, me he animado a tratarlo de nuevo ante los últimos comentarios que he escuchado de ciertos “expertos” y “todólogos” insistiendo en los efectos dañinos de su uso, en concreto sobre el problema de la “adicción” y del deterioro cognitivo.
Obviamente todos los ansiolíticos derivados de las benzodiazepinas son psicofármacos (también llamados psicótropos) cuya prescripción debe ser cuidadosa, apropiada, poniendo en ellos unas expectativas prudentes y limitadas, es decir, lo mismo que hacemos con cualquier otra prescripción médica.
Prescribir un ansiolítico para disminuir el sufrimiento de una persona que, por ejemplo, su malestar surge por estar en el paro; o para aquella otra que ha perdido a un ser muy querido; o aconsejar su uso para superar complejos o sentimientos de inferioridad, ni estaría técnicamente indicado, ni sería esta tampoco la forma más saludable de enfocar los problema vitales o existenciales.
La mayoría de los tranquilizantes de este tipo son eficaces para reducir, e incluso suprimir, la angustia y la ansiedad, sobre todo cuando no hay ningún factor externo al individuo que pueda explicarnos su aparición. Es más, están plenamente indicados para los ataques de pánico, para la ansiedad generalizada, para los trastornos obsesivos-compulsivos, para las reacciones agudas a estrés, para las fobias, en algunas fases de su tratamiento. Incluso también pueden ser muy útiles como relajantes musculares (sobre todo el diazepam) y como anticonvulsivantes como ocurre con el clonazepam.